Rubén Adolfo Ingenieri, mejor conocido como Tito, nació en Mataderos en el año 1954 pero se crió en Quilmes, provincia de Buenos Aires. Cuando era chico su papá perdió la casa por haber salido garante de un hombre, y cerca de donde vivían había una casita hecha con dos tranvías de una prima de su padre, se las prestó y ahí creció junto a sus otros seis hermanos.
Hace esculturas de chatarra, lo que encuentra lo ensambla y hace obras de cientos de toneladas.
Comenzó a soldar con 14 años en una herrería que hacían carretas y herraduras de caballos. A los 16 se fue a vivir solo a una casa del árbol que construyó, estaba sobre la copa del árbol a tres metros del suelo y, además, le hizo la escalera caracol alrededor del tronco en la herrería de Don Simón. Era un polaco que le enseñó a los castañazos: “no le entendía bien el castellano, era muy cerrado y yo su ayudante, él fue quien me enseñó a trabajar el hierro”, contó Tito. Pero su maestro fue el escultor Oscar Albertazzi con quien trabajó un año y medio hasta que este falleció y aprendió muchísimo de él.
Empezó a estudiar Bellas Artes pero lo echaron con la policía: un día el profesor les había pedido que dibujaran naturaleza muerta: un jarrón. “Y la verdad es que yo no tenía ganas de dibujar esas cosas, yo quería hacer esculturas. Entonces lo que hice fue dibujar un cementerio lleno de tumbas, cuando él lo vio me echó de la clase y me resistí: “yo me voy a ir cuando quiera, nadie me echa”, y ahí fue cuando llamó a la policía”, recordó Tito.
Durante la dictadura militar estuvo detenido durante más de ocho días. Él conocía a un tal Víctor que era amigo de unos chicos problemáticos, unos ladrones, y cuando lo reconocieron de un recorte de una revista le pidieron una foto por “ser famoso”. “Era un pendejo, un pelotudo y acepté sacarme la foto con ellos. ¿Y a quién fueron a buscar? Al del pelo largo, a mí”, contó Tito y continuó: “me fueron a buscar a mi casa, allá donde me llevaron me dieron una paliza que entré sin entender nada y salí de la misma forma. Me preguntaban cómo se llamaban los chicos de la foto, yo sólo los había visto una perra vez en mi vida, y me seguían pegando. En una de esas, yo ya no daba más, y tomaba algunas drogas, tenía un poco de ácido lisérgico en un anillo en forma de sarcófago con la foto mía. Lo primero que hice fue tomármelo, pensé: “si muero, muero en un viaje”. Ya no podía ni hablar, era tal la paliza que ni los golpes sentía. Sí oía mucho griterío de gente que estaba encerrada cerca pidiendo que me dejaran en paz, me estaban matando. Me desperté en el hospital de la policía, a donde llevan a los detenidos, encadenado en una mano. Me curaron y el médico me soltó. No sabía ni por dónde caminaba del dolor que sentía, con un ojo emparchado y mirando por el otro llegué a la casa de mi mamá. La pobre no entendía nada, se me caían mechones de pelo y había perdido pedazos de dientes”, relató.
Cuando volvió de la colimba, encontró la casa del árbol cortada así que se fue a vivir a la casa de la madre, tenía unos veinti pocos años y ya hacía esculturas. “Siempre tenía mis permitidos: las pastillas. Hubo una vuelta que la pasé muy mal, tomé LSD con un amigo y aparecimos en el Obelisco sin saber cómo ni cuándo, me agarró pánico. Veía que el Obelisco se torcía y sacaba la lengua, parecía una serpiente y no serpiente. El LSD tiene flashbacks, de un momento al otro volvés a la normalidad y al rato estás otra vez bajo los efectos de la droga. Luego de ese episodio tuve mucho miedo y por recomendación fui a ver a un doctor que cuando se enteró que tomaba drogas llamó a la policía por miedo a que los milicos se enteraran y fueran a por él, era el año 1976. Cuando llegaron me llevaron al Hospital Borda, el infierno, y me dejaron internado durante ocho años hasta que conseguí escapar”, contó Tito. En aquel lugar sufrió de la vieja psiquiatría. “Al que se ponía ansioso le mandaban electroshocks y las pastillas eran inevitables tomarlas porque los médicos las diluían y hacían un coctel, cuando lo tomaba no me daban ganas de moverme ni para ir al baño. Llegó un momento que me despertaba y era de noche, dormía todo el día. Cuando decías que te querías ir, te decían “ahí viene tu mamá o tú hermano”, te mojaban el pelo, te ponían unas gomas en las manos sentado en una silla de madera y te ponían el positivo de un lado y el negativo del otro. La mandíbula me quedaba rígida después de los electros, me daban una boquilla para que no se me diera vuelta la lengua o no me la mordiera, quedaba duro como una piedra y de ahí me llevaban a la cama y dormía más de un día”, recordó Tito con detalle. Luego de ocho años organizó su huída: “No era fácil escaparse, había enfermeros por todos lados, la ropa que llevaba era municipal y decía “Hospital Borda” en la espalda, cualquiera se daría cuenta. Una vuelta cuando mi hermano vino a visitarme le pedí que me trajera un pantalón, una camisa, jabón en polvo y chocolate. “Yo no puedo más estar acá, me tengo que ir ya”, le dije. Con el jabón en polvo me hice una pasta y me peiné el pelo hacia atrás. Cuando venía la visita, los médicos te daban la medicación para no molestar ni decir nada, entonces agarré y me tomé el chocolate rayado con agua caliente, me mande un bife de novela y largué las pastillas, quedé bastante lúcido. Me mojé la cara como pude y me afeité con la gillette que me había traído mi hermano a escondidas. Me fui con el pelotón de las visitas que se iban y así pude encontrar la salida, porque no sabía ni dónde era. El hospital estaba a dos cuadras de Constitución, me tomé el tren y llegué a mi casa solo. Todavía no sé cómo lo hice”, contó. Su hermano David lo encontró debajo de la cama porque todavía tenía efectos de la medicación y recordando aquel momento dijo: “mi hermano se abrió sus propias puertas hacia la libertad”.
Tito fue portero de una escuela durante más de 25 años, barría las aulas y no ganaba mucho, cuando tenía su casa y vivía con sus hijos adoptados quería arreglarla un poco. Al no tener mucho dinero, lo primero que hizo fue sacar un árbol que tenía en el jardín, estaba caído y tenía miedo que en una tormenta se cayera sobre la casa. “Por $50 le pagué a un tipo para que me lo saque y en el intento, cayó en la mitad de mi casa. Me la partió en dos, lo vi caer en cámara lenta, fue catastrófico”, recordó. Tenía un agujero enorme, la gente podía ver todo. Una noche de agosto comenzó a soplar viento a más de 50 km por hora y subió el río. “Estaba solo con mis dos hijos y los hice sentar en el piso sobre un círculo que había dibujado con una estrella en el medio con una tiza. Así hacían los aborígenes para pensar, ¿y por qué no aprender de ellos? No teníamos electricidad, y la luz era la de la luna. Sobre las siete de la mañana, los nenes dormían y yo vi pasar el río al lado de mi casa y botellas de vidrio flotando, los desperté diciendo “¡Ahí va nuestra casa! ¡Ahí va nuestra casa!”. No entendían nada, pensaron que me había vuelto loco. Yo tenía un recorte de una revista sobre una mujer que había puesto botellas en una pared, y me di cuenta que yo podía hacer todas las paredes de vidrio”, contó Tito sobre el momento en el que se le ocurrió crear su mayor obra: la casa de botellas. La construcción le llevó unos 34 años, recibió mucha ayuda de la gente y de los boliches que le donaban las botellas de vidrio, después sólo necesitaba cemento y arena. Cuando el equipo de National Geographic fue a visitarlo le contaron casi dos millones de botellas hace pocos años. Fue nombrada Casa Museo y Tito como Ciudadano Ilustre de Quilmes.
Su deseo, más allá de poder tener su propia casa y en condiciones, fue y siempre va a ser que la gente lo copie: “Espero que esto sirva para transmitir un mensaje a aquel que no tiene casa, cómo hacerse una con pocos recursos y sin nada, con lo que le den”. Además, hace 25 años que enseña el oficio de soldar a gente de la calle en su taller y que con lo poco que tengan puedan hacer cosas y salir adelante, bajo el lema «soldar es unir».